Hace tiempo de quedarse en casa, con estufita, mantita, caldito y todo lo que acabe en ito o ita y reconforte con solo escucharlo. El desfile de temporales de los últimos días nos obliga a refugiarnos en casa, y a algunos nos han puesto de guardia a unos cuantos virus para asegurar nuestro arresto domiciliario. Con la nariz tapada, los labios como la seca tierra que no ve una gota hace meses, la voz de un quejumbroso barítono y el pecho como una fábrica de palomitas, me pongo a escribir las ideas que se me vienen a mi anestesiada conciencia, sin repasarlas ni colocarlas con demasiado orden.
Es hora también para reflexionar, porque eso es la experiencia. No lo que se vive, sino lo que uno piensa sobre lo que ha vivido. Es entonces cuando, en soledad, y sin que nadie nos mire y nos culpe, uno puede reconocer los fallos y aprender de ellos, colocarlos en la estantería de "cosas a tener en cuenta" con una etiquetita que pone "propósito de enmienda". Y es que a mí no me vale eso del yo soy como soy y ya está. ¿Entonces para qué vivimos? ¿para resignarnos a ser como somos? ¿somos tan vagos que no queremos trabajar la piedra de nuestro carácter? Eso no significa dejar de ser uno mismo, porque... ¿acaso dejamos de ser nosotros mismos cuando crecemos? ¿cada vez que aprendimos algo nuevo? ¿cada vez que notamos una mejora en nuestra personalidad?
Es ése el principal trabajo que todos tenemos. El otro, el de horario partido o jornada continua de 8 a 3, ese es para comer, pagar la hipoteca y comprarle la pleiesteishon al sobrino por reyes. El verdadero trabajo no se remunera en dinero sino en plenitud, serenidad, sabiduría y... en definitiva, felicidad, o mejor dicho, una mayor acumulación de momentos felices, que es lo que es en definitiva eso que llamamos felicidad.
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